Mi mente ha
escapado de un naufragio, pero aún no ha tocado tierra, sigue vagando en la
profundidad del pensamiento, lo cotidiano de la vida, lo rutinario de la
soledad. Y llegará el día que volvamos a tocar tierra dijo mi conciencia
sollozando en medio del horizonte al ver caer el ocaso de mis tardes.
Atemporal se
han vueltos los días, pero raudo y rápido se ha vuelto el año, el pasar
acelerado es casi imperceptible, pestañear en este trayecto puede ser tan
decisivo en estos tiempos que podrían costarte una vida o el futuro. Ahí es
adonde nos acercamos, a la meditación profunda de los lagos de la memoria que
poco a poco se pierden con el pasar del diario. Y con suspiros o llantos nos entregan
a este espacio inexplicable llamado horario.
Y es ahí donde
el silencio de nuestra mente se transforma en el monstruo más temible, uno
capaz de hacer tanto ruido siendo inquisidor al provocar un huracán en nuestro cuerpo.
La sátira y la esperanza se han vuelto amigas en este trayecto, diciendo que
algún día volveremos a vernos, volveremos a cruzarnos, conversar, reírnos de lo
que paso, abrazarnos todo lo que dejamos de hacerlo y contarnos de cada minuto
que posiblemente nos extrañamos estando lejos del mundo. Es ahí donde mi voz empieza
a partirse por la noche, me encuentro estudiando lo desconocido para forjar lo
que muchos anhelamos conocer, el futuro. Eso que todos algún día esperan vivir.
Me gustaría
compartir todo esto con el universo, lucho por acercarme, por estar ahí, deseo
siempre regresar, pasar esos momentos cálidos y resplandecientes por el sol,
sentado frente al mar mirando la perfección de colores, con melodía suave sacada
de alguna probabilidad emocional a la que nos ha expuesto la vida.
La que se ha
vuelto compleja como el mar en este caminar, hablando de lo fuerte y débil que
puede ser, imaginando un futuro que tal vez no será; ansioso de esperar, pero
con las ganas de hacerlo hasta cuando sea necesario, aquí estoy.
El tiempo tal
vez genera oportunidades, pero el destino es quien lleva el volante en este
recorrido, los caminos se vuelven desconocidos para el conocimiento cada vez
que aparece la luna. La felicidad se ha vuelto abstracta, inalcanzable y
discontinua. Las risas han desaparecido en el día, y las lágrimas han hecho de
la noche una tormenta incesante que ni la calma de un abrigo, muchas veces,
logra amedrentarla.
Hablar en medio
de la mente se ha vuelto una rutina de letras a la cual se ha enfocado mi
instinto, la pluma y el papel se han vuelto testigos de mis palabras, de mis
frases y emociones. Los libros han
abarrotado mi cuarto como todos los recuerdos necesarios que impulsan mi vida.
El tiempo se ha vuelto temible, porque crecemos más rapido, nuestra vida
comienza a correr como el río, el tiempo nos alejó de nuestros amigos. Hoy muy
poco solemos reunirnos o es poco habitual porque nos hemos vuelto esclavos de
nuestras semanas.
Un flasheo
apareció en mi cabeza, era yo caminando solo en este trayecto llamado vida, iba
nostálgico apreciando el mar y entre mis labios el sabor agridulce del vino que
me tome la última vez que necesite pensar y me senté entre piedras a ver el
atardecer. Me di cuenta que hablar conmigo sería una terapia de cuentos a la
cual tal vez esté enfocado el resto de mis días.
Entre el placer
de enriquecer el conocimiento escuché de Bibolotti, un maestro sencillo y
exacto que nos indicaba que todo buen líder identificaba el riesgo, y con este
tomaba impulso para controlar la incertidumbre. En ese momento entendí la
complejidad del tiempo. Que rápido avanza el año y aún sigo fungido en este
espacio tan reducido lleno de paredes, lleno de aire que es lo único que tiende
a hablarme de su día y escuchar del mío, aunque el mío se ha vuelto confuso,
apagado y poco novedoso me dije.
En medio del
disparate de ideas, la efervescencia de cromos, como pintados con óleo en el
fin de la tarde, aún permitían meditar entre la tonalidad del día, lo que me
llevo a una densa y lúgubre oscuridad que me rodeo de canciones, composiciones
y ritmos que casi siempre me traían estigmas. Esto me gatillaba la cabeza, donde
mi interior me indicaba que mi dirección se estaba perdiendo. Pero aún como un
buen marinero intentaba sacar a flote el bote. La marea se volvía incontrolable,
pero algo en el interior me daba paciencia, tal vez era propia de mi voluntad,
tenía miedo de que se esfume en algún momento y me pierda en medio de la
inmensidad, el temor es natural, pero perderse en lo desconocido puede ser
quimérico, pese a ello estaba seguro que en algún momento habría luz y voz para
poder llegar a buen puerto.
P. UBIERNA
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